"Nuestra primera intención era hacerlo en colores [...],
pero ustedes saben señores muy bien como es esto [...],
Y esta canción al final se quedó en blanco y negro"
Son de esos días en que confirmo lo que ya sabía. Ya sabía que ese pacto era en realidad una despedida. Y como estaba segura de eso me preparé para que no me doliera. Y bueno, creo que me preparé bien. Hoy no me duele como pensé que me iba a doler. Pero no por eso dejo de pensar en todo. Después de tanto tiempo la distancia y la ausencia siguen siendo confusas y la historia, de la que yo solo soy la mitad, vuelve a aparecer en mi cabeza de vez en cuando.
Hay días en
que siento que viví de todo y que en unos pocos meses logré conocer a una
persona más que a cualquier otra. Conocí sus defectos, sus sueños, sus gustos, su
mal genio, sus angustias, sus errores, sus locuras, sus impulsos y secretos. Esos
días me convenzo que conocer a alguien no tiene nada que ver con el tiempo
lineal al que estamos acostumbrados y creo en una conexión inmensa que va más
allá de cualquier explicación racional.
Esos días siento que a pesar de la distancia todo sigue cerquita. Pero
es un cerquita distinto. No es como lo quise en un momento lleno de viajes,
relaciones, besos, música y andar juntos 24/7. Algo muy parecido a la adicción.
Este es un cerquita en el que a pesar del tiempo se mantiene viva la
complicidad. Una complicidad de los únicos dos testigos de una historia corta
pero lo suficientemente larga para marcar(nos) de por vida.
Pero hay
otros días en que todo es aún más confuso. Hay días en que siento que no pasó
nada, y que no conozco a esa persona con la que pacté volver a hablar en algún
punto de mi vida ¿Quién es? ¿Qué hace? ¿Dónde está? No sé. Siento que desapareció así como
llegó y que toda esta historia ha sido simplemente la ausencia de alguien que
nunca conocí. Pero si no la conocí ¿por qué dolió tanto?
El dolor
era insoportable. Nos dolíamos[1].
Nos dolíamos tanto que hicimos ese pacto. “Un pacto para vivir”. Era un
silencio temporal para dejar de llorar. Lo que no sabía (mos) era que el mismo
pacto cargaría con su final. El pacto planeó la distancia, el silencio y la
ausencia. Y lo peor, su incumplimiento ante el dolor y la impotencia, solo
ancló más y más la distancia, el silencio y la ausencia. Más dolor llevaba
necesariamente a más distancia. Y hoy eso es lo que queda de todo. Distancia.
Silencio. Ausencia.
Y entre los
días en que siento todo cerquita y los días en que todo está lejos, cada vez
más lejos, he llegado a una tranquilidad que me gusta y por la que soy una persona
distinta. Esa tranquilidad en la que ya no hay dolor. Esa tranquilidad que me dice
que si volviera a vivir lo que viví, haría todo totalmente distinto, pero sabiendo
que la única manera de llegar hasta acá fue precisamente por haber hecho todo
tal como lo hice.
Pero de vez
en cuando me sigue haciendo falta mi amigo. A veces espero ese día en que ya no
nos dolamos nada. En el que no me duela nada. Y, sobre todo, en el que no le
dolamos a nadie. Ese día en que podamos contar esta historia como contábamos
cualquier otra. Ese reencuentro entre dos amigos con más canas pero con la
misma complicidad. Ese momento en el que el ‘pacto para vivir’ cumpla con el
objetivo que realmente quise (¿quisimos?)
que tuviera: ofrecernos cualquier cosa, lo que fuera, menos tener que irnos
para siempre.