Dicen por ahí que apenas uno
empieza a trabajar ya es un adulto. O peor, hay quienes dicen que ser adulto se
define con una cédula. A los 18 años. Pero yo tuve 18 años hace 6 y la adultez
me sigue tomando de sorpresa. Sobre todo porque de repente me siguen pidiendo
cédula para tomarme una cerveza y cuando muestro mi contraseña – sí contraseña porque
me robaron los papeles hace 5 meses – siempre me piden otro papel de soporte
que muestre que soy mayor de edad. Me alegra saber que tengo cara de 17 años, pues
a los 30 me veré de 23, pero me asusta saber que de verdad no me veo ni me
siento adulta por ningún lado.
Y es que hay que saber que la
adultez no llega con un número, ni con un papel ni mucho menos con un contrato
laboral. La adultez tampoco es ese paquete todo incluido de casa, carro,
título, hijos y trabajo. De hecho ¿será que eso de volverse adulto sí pasa? La
verdad yo sigo creyendo que sí, pero definitivamente es todo lo contrario a lo
que a uno le contaron. Para variar, es otra cosa con la que nos engañaron de
niños.
Viviéndola, porque ya soy una
adulta según la Registraduría Nacional, puedo decir que la adultez es dejar de
tener las cosas claras, acompañado de un cuerpo cada vez más quejumbroso con
los excesos. Nada de salir de fiesta cada fin de semana y mucho menos de tomar hasta
el amanecer. Eso el cuerpo lo cobra y lo cobra duro ¿o no?
Cuando tenía ocho años todo lo
tenía claro, de hecho lo tenía clarísimo. Yo sólo tenía que bailar y cantar en
mi cuarto hasta que fuera un poquito más grande y ahí podría ir a mi primera
fiesta, bailaría con el amor de mi vida y viviría feliz para siempre. Supongo
que bailando y cantando porque sería lo único que sabría hacer.
Pero claro, nunca me pregunté qué
era vivir feliz para siempre. Hoy creo que la adultez incluye esa constante
búsqueda hacia ese fin inalcanzable. Lo bueno es que saberlo inalcanzable no lo
elimina. De hecho nos da una tarea eterna necesaria para vivir hasta los 100
años o más. Uno coge por un lado, lo duda, lo conoce, se entretiene, se aburre,
vuelve a dudar, vuelve a pensar, sigue, se corre, se arrepiente de pronto o de
pronto no y ¡pum! cambia y vuelve a empezar.
A mí me pintaron la adultez como
un cuadro estático con corbatas, carteras y bebés. Hoy mi adultez es un cuarto
de espejos, como el del Museo de los Niños. Uno se ve gordo, grande, feo,
estirado, ve gente del otro lado, la encuentra, se le pierde, camina para
atrás, para adelante y al final entiende que la adultez es ver cada vez más
borroso. Supongo que el Museo de los Adultos es habitado por niños bailando en
un cuarto con cuadros estáticos.
Y quien sabe, de pronto encontraremos gafas que nos quiten lo borroso y eso se llamará vejez. Necesito ir al oftalmólogo.
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